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MORTADELO
-- Jueves, 21 de Abril de 2005 a las 20:05.
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Réquiem por un sueño’ sacudió la pasada edición de la Seminci como sólo lo hacen las obras arriesgadas, personales y meditadas hasta sus últimas consecuencias. El certamen vallisoletano, siempre de parte del autor y del cine de compromiso (concepto que no siempre tiene que ir unido al adjetivo social), premió esta obra para sorpresa de un público que contempló atónito más de una hora y media de cine intenso y con tendencia a producir desasosiego hasta en los estómagos más curtidos. El responsable de este cóctel de sentimientos extremos es el joven Darren Aronofsky, último descubrimiento de la ‘factoría Sundance’, que cumple con el siempre difícil trámite de consagrar las expectativas depositadas en las nuevas promesas del celuloide, tras un alentador debut. ‘Pi’, opera prima de este estadounidense y obra de culto en los circuitos de versión original de nuestro país, descubrió a un director con inquietud por forjar un universo propio, gran narrador visual, pero que se mostraba incapaz para dominar (o reconducir) todos los vericuetos existenciales, filosóficos y religiosos a los que el matemático al borde la locura –eje fundamental del filme- se enfrentaba, sin mucha explicación. Lo que en ‘Pi’ era desorden, en ‘Réquiem por un sueño’ se torna en premeditadas intenciones, que conforman un discurso ordenado con un objetivo definido. Una de las principales diferencias entre ambas obras, que guardan similitudes en cuanto a su estilo formal, es que Aronofsky toma en esta ocasión como punto de partida material ajeno, la novela homónima de Hubert Selby Jr., del que ya se pudo ver adaptada en el cine ‘Última salida a Brooklyn’. La solidez literaria de la historia permite a Aronofsky sumergirse hasta las entrañas en la adicción, el verdadero hilo conductor de la película. ‘Réquiem por un sueño’ desgrana los motivos de este tortuoso asunto a través de una madre y un hijo, que ven cómo las plácidas playas y los solitarios paseos de Coney Island se convierten para ellos en un infierno. Sara (la excepcional y recuperada Ellen Burstyn) vive obsesionada con los concursos de la televisión hasta tal punto de someterse a un estricto régimen que la convierte en adicta a los fármacos para adelgazar. Su hijo, Harry (Jared Leto) busca la felicidad a través del ‘trapicheo’ fácil de todo tipo de sustancias ilegales; pero él, su novia (Jennifer Conelly, que demuestra ser algo más que un bello rostro) y su mejor amigo (Marlon Wayans) acaban sometidos a la dictadura de las drogas, víctimas de una devoradora adicción.Darren Aronofsky deposita todo el peso de la narración en un vibrante montaje paralelo y en recursos fílmicos arriesgados (división de la pantalla, alteraciones del ritmo dentro de un mismo plano...) que funcionan a la perfección para ilustrar el descenso a los infiernos, sin posibilidad de escape, de un grupo de personajes sin voluntad y paradigmáticos de los tiempos que corren. El director culmina su obra con un golpe contundente, un gancho directo al mentón del espectador, que se convierte en diez minutos agobiantes, inteligentemente suavizados por la música de cuerda de Kronos Quartet, que ejerce de perfecto contrapunto para el trabajo tecnológico de Clint Mansell (‘Pi’) para el resto de la película. Sin concesiones, Aronofsky plantea el mensaje de ‘no hay salida’ hasta sus últimas consecuencias y consigue una obra sórdida y de difícil, aunque muy recomendable, digestión. A la vista de estas credenciales se pueda esperar con avidez su próximo trabajo.
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